Las mujeres solas.
Las veo en todos lados.
Hoy, comiendo en el bar debajo de mi casa, con un libro sosteniéndome el codo, que al mismo tiempo me sostenía la barbilla, han desfilado ante mi una sucesión de personas. Paseantes de domingo, un festivo, con autobuses cortados, un sol veraniego y un aire exquisito.
Veo pasar a una señora. Va con una bolsa grande, llena de lo que supongo es la compra. ¿Cómo puede ser la compra si es domingo? No importa, son esas bolsas que llevan comida. El trabajo de transportar víveres es como si fuera eterno y no entendiese de días festivos.
Su cabello no es gris, ni blanco, ni rubio, ni castaño. Es un color que pasa desapercibido, de textura inexplicable. Su cuerpo, un poco seco, se acumula bajo unos omoplatos breves, sobresalientes. Es delgada, pero no el tipo de delgadez que busca o gusta esta sociedad. Como su color, ella pasa desapercibida. Lleva un ritmo propio, probablemente el que le hace andar desde hace años.
Sola pasa por la calle.
No puedo evitar pensar en mi madre. Ella tiene ese mismo color de pelo. Ahora estará andando por una calle soleada y sola se dirigirá por esas calles que conoce de memoria, casi sin mirar al resto del mundo.
Son mujeres que no miran, y que no son miradas.
Mientras la sigo con la mirada, una cuadrilla en dirección contraria lucha por mi atención. La señora desaparece lentamente, mientras el estruendo de los cuatro jóvenes se hace más intenso. Ellos, se acercan, son llamativos, ruidosos, altaneros. Dos hombres y dos mujeres. El hombre masca chicle con la boca abierta, lleva gafas de sol, camisa de verano y bermudas, probablemente vaya con chanclas. Tiene un andar ofensivo, me busca, busca mi mirada, la recibe, me mira y ríe con superioridad. La mujer que le sigue debe ser su madre, o algún familiar. Los cuatro tienen algo en común. Un hilo invisible que les une. Quizá sea el modo de andar.
Las dos mujeres van al son, mientras el primer sujeto actúa como cabecilla, escudriñando el territorio. Me llama la atención ver que ambas mujeres llevan camisas a rayas y llevan un bolso cruzado hacia el mismo lado. Incluso sujetan el asa del mismo modo, con la misma mano. Pareciese que la hija imita a la madre o viceversa.
¿Alguna vez imitaría yo así a mi madre? Improbable.
El parecido entre nosotras es debido a la genética, a los años de crianza, de adolescencia, a las penurias y alegrías que hemos compartido. Quizá sea esa la razón que asemeja a las dos transeúntes, una imitación no consciente, ni evidente, simplemente parte de ese hilo que supone ser madre e hija.
Detrás de ellos, pasea un mujer sola.
Rubia, alta, con gafas. Me da la impresión de que hubiese sido una mujer religiosa, quizá protestante. Tiene ese andar que pertenece a otros, como si estuviese acostumbrada a formar parte de un grupo grande, de feligreses, diría yo. Caminando sola se siente incómoda, turbia. Me mira con desdén y sin poder evitarlo, imagino el discurso que me daría, sobre no mirar tan fijamente a la gente, sobre los peligros sucios de estar sentada sola en un bar.
Ella pasea sola, pero no parece aceptarlo.
Pues a mí pasear sola me encanta. Casi diría que es una de mis distracciones preferidas. Y miro mucho.
Me quedo por tu blog que me está gustando.
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Gracias! Me alegro de que pasees por mi blog. Feliz de captar tu mirada. Pasees sola o acompañada ❤
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