Una buena amiga entró en mi cuarto. En aquel entonces, entró en el desorden. Un cuarto lleno de complejos, con la ropa tirada por doquier. Con una montaña de ropa en una esquina, libros encima de la mesa y lugares en las esquinas sin ton ni son. Ese día Marian fotografió mi cuarto y salió de mi casa, con una carcajada en la boca.
La profesora de gimnasia, por aquel entonces, en uno de nuestros encuentros matutinos de la clase de gimnasia comentó en voz alta : “la habitación vuestra, el lugar en el que vivís es un reflejo de como tenéis amueblada la cabeza”.
Yo, sentada, en ese banquillo de madera, desgastado y frío, sentí la calma, la calma anterior a la tormenta. Los ojos de la profesora, agigantados tras las gafas, miraban a los alumnos uno tras otro, parándose un segundo en cada mirada, con esa sabiduría de profesora apunto de jubilarse.
“Yo se quien va a suspender el curso este año, ya lo se, con solo miraros”.
Escuchando atenta, con el corazón a mil vueltas, me restregaba los labios con suavina, en una pose de superioridad, como si las palabras de la profesora no rondaran en mi cabeza locamente.
Moviendo las piernas en balanceo, como si su comentario no tuviese un efecto en mi, como si no supiese con certeza que todo lo que decía tenia ese color de realidad.
En ese mismo instante, el bote rosa, se deslizó de mi mano, rodando por el suelo hacia la profesora de gimnasia, y produciendo una carcajada en la sala, muy parecida a la de mi amiga.
No tardé en esconder mis manos bajo las mangas, al tiempo que brotaron las amargas miradas de reojo, cómplices de un suspenso concebido antes de tiempo pero deseado y certero.
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